"Días perfectos", una fábula de Wim Wenders filmada íntegramente en Tokio

Un buen día de 2023, un día perfecto, Wim Wenders estrenó en el Festival de Cannes su mejor película de ficción en mucho, muchísimo, demasiado tiempo. En décadas. Para lograrlo, decidió abandonar tanto su tierra natal, Alemania, como su segunda patria cultural, los Estados Unidos, para pasar una temporada en Tokio. Días perfectos, cuyo título no es otra cosa que la versión en plural de la célebre canción compuesta por Lou Reed y lanzada en 1972 como un lado B destinado a la grandeza, fue filmada en su totalidad en la capital japonesa y es una conjunción estupenda de sencillez y profundidad. Un cuento de Tokio que describe los días y noches de un ciudadano solitario cuyo trabajo consiste en limpiar los baños públicos ubicados a lo largo y a lo ancho de la poblada urbe. Con ese material de base, e inspirado espiritualmente en el cine del maestro Yasujiro Ozu, el director de Paris, Texas, El amigo americano y Las alas del deseo construye la historia mínima de un hombre que no parece tener pasado, y cuyo presente transcurre con escasas palabras y un ojo atento a la belleza –muchas veces recóndita– que lo rodea. La rutina de Hirayama -un magnífico Koji Yakusho, el actor favorito de Kiyoshi Kurosawa- consiste en trabajar, cuidar de sus plantas e intentar fotografiar el komorebi, palabra japonesa que define el instante preciso en el cual el movimiento de las hojas de un árbol genera un particular brillo, gracias a la fusión de luces y sombras provocada por los rayos del sol. Entre artículos de limpieza, paños humedecidos y mopas cumpliendo su función antibacteriana, Hirayama observa cada día la ciudad y todo aquello que la compone, recorriendo calles y avenidas en la compañía de sus cassettes originales, leyendo libros de rezago antes de irse a dormir, topándose aquí y allá con otros tokiotas. El silencio del protagonista tal vez sea el precio a pagar por su gran capacidad de observación, que Wenders replica desde su empresa como realizador, atento a los mil y un detalles de su existencia. Nominada a un premio Oscar en la categoría internacional por Japón (el film es una coproducción entre ese país y Alemania), Días perfectos, el gran regreso del cineasta alemán, tendrá finalmente su estreno en salas de cine el próximo jueves 8, paso previo a su desembarco en la plataforma Mubi.

Hirayama sólo utiliza el reloj pulsera los fines de semana. De lunes a viernes, el sonido que lo despierta llega desde la calle, amplificado por el sosiego matutino: una vecina anciana que todos los días sale a barrer la vereda con una vieja escoba. Luego de cepillarse los dientes y humedecer las plantas con un spray, el hombre se calza su mono azul con logotipo a la vista (“The Tokyo Toilet”), cruza el umbral de casa y observa el cielo con satisfacción. El sol apenas comienza a calentar el ambiente cuando pone una moneda en el dispensador de gaseosas ubicado frente a su hogar -siempre bebe la misma latita, una soda con sabor a café frío- y abre la puerta de la combi, también azul, antes de partir hacia el primer baño público del día. En el camino, la música lo acompaña, y en su colección de cintas originales de los años 60 y 70 tienen cabida desde The Velvet Underground hasta The Animals, pasando por Patti Smith, The Kinks, Van Morrison y los Stones. La limpieza de los baños es concienzuda, inmaculada, y hasta la más mínima suciedad es eliminada de resquicios y esquinas, en casos extremos ayudado por un pequeño espejo que le permite acceder visualmente a espacios invisibles a simple vista. Tarde, pero seguro, llega Takashi, un joven limpiador como él, aunque más preocupado por una chica que le gusta que por los avatares del trabajo. Takashi le habla y Hirayama, que no es mudo pero sólo habla cuando resulta indispensable, le responde con un sonido y un gesto universalmente comprensible. A limpiar. Los baños públicos de Tokio son un espectáculo y Días perfectos los registra primorosamente. Un baño en una plaza con juegos infantiles ofrece una entrada con listones de madera y, en su interior, los cortes redondos de un árbol ornamentan los espejos, como si se tratara de una continuación de los toboganes y subibajas de afuera. Allí, escondido, sentado en un retrete y llorando a moco tendido, hay un chico que ha perdido de vista a su madre, una de las tantas interrupciones de las faenas cotidianas (la mayoría de las veces, Hirayama debe cortar la limpieza cuando algún cliente necesita utilizar el servicio con suma urgencia). A las puertas automáticas e inodoros con chorro de agua incluido se les suma la joya de la corona: un trío de baños transparentes que, cuando el usuario tranca la puerta, ocultan mágicamente lo que ocurre dentro gracias a un sistema que opaca el vidrio, con detalles de colores que hacen aún más atractivo el diseño.

EN LA CASA DEL SOL NACIENTE

“La idea de la película nació en Tokio y no podría haber sido filmada en ningún otro lugar del mundo”, declaró Wim Wenders en la conferencia de prensa en el Festival de Cannes, minutos después de la primera proyección en calidad de estreno mundial. “Amo que una historia y su trasfondo vayan de la mano y surjan de una necesidad. Filmamos Días perfectos en Tokio sesenta años después de que Yasujiro Ozu hiciera su última película, Tarde de otoño. Y no es una coincidencia que nuestro héroe se llame Hirayama, como el personaje interpretado por Chishu Ryu en esa película”. Respecto de las razones que lo llevaron a coescribir el guion junto a Takuma Takasaki, con ese oficio tan poco glamoroso como centro de gravitación, Wenders afirmó que “por un lado, existe esa idea muy fuerte en la sociedad nipona ligada al servicio a la comunidad, al bien común. Por el otro, está la belleza puramente arquitectónica de esos sanitarios públicos. Me asombra la manera en la cual esos baños pueden ser parte de la cultura cotidiana, no simplemente el reflejo de una necesidad fisiológica un tanto embarazosa”.

El alemán siempre ha mantenido un vínculo cercano con la cultura japonesa, y su relación con el cine de Ozu es la del admirador ante la creación del maestro. No casualmente, en 1985 Wenders dirigió Tokio-Ga, en el cual se mezclaban el diario de viaje personal, destacando la visión del documentalista respecto de una sociedad a priori extraña, con una serie de entrevistas a actores y colaboradores de Ozu durante sus años de actividad como realizador. Unos años más tarde, volvió a viajar al Lejano Oriente para retratar al diseñador de moda Yohji Yamamoto en el documental Apuntes sobre ciudades y vestimentas (1989).

Hacía once años que el director de Alicia en las ciudades no visitaba Japón, y en un primer momento el reencuentro tuvo como misión práctica la realización de una serie de cortometrajes por encargo de la iniciativa urbana conocida como “Tokyo Toilet”, una colaboración de prestigiosos arquitectos como Kengo Kuma y Tadao Ando con el municipio de Shibuya, cuyo objetivo era transformar la imagen pública de los sanitarios del barrio. De ese germen utilitario e institucional derivó la inspiración para Días perfectos. En sus propias palabras: “Sentí que los baños eran parte de una imagen mucho más grande, y caí en la cuenta de que podíamos crear algo que capturara la esencia de la ciudad de Tokio. La caracterización del protagonista fue el aspecto más crucial del trabajo junto al coguionista, Takasaki. Imaginamos a Hirayama como un hombre simple pero feliz. Alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a otros. Es la clase de persona que nota cómo la luz del sol atraviesa las ramas de un árbol y que observa las pequeñas plantas que crecen a sus pies”.

Podría pensarse que Días perfectos es un ejemplo de ejercicio de observación reconvertido en ficción, un largometraje con un guion escueto que parece desarrollarse sin demasiada intervención del otro lado de la cámara. Pero es una impresión falsa y el andamiaje sobre el cual está construida es exactamente el opuesto: un modelo de guion preciso hasta el detalle más diminuto. La impresión de realidad, de “vida capturada”, es el resultado de un trabajo exhaustivo de escritura. La primera media hora de proyección establece los ritmos y rutinas que más tarde, con el correr de la narración –que parece transcurrir a lo largo de un par de semanas– va alterando de maneras a veces sutiles y, en otros casos, bastante más radicales. Ejemplo de lo primero es la variación de los encuadres y la duración de los planos de los despertares de Hirayama, antecedidos en todos los casos por breves secuencias en blanco y negro que hacen las veces de sueños, fugaces cruces al mundo de lo onírico que, como suele ocurrir en la vida real, están permeados por los recuerdos diurnos. El encuentro con Aya (interpretada por la bailarina de vanguardia Aoi Yamada), una mesera que el joven Takashi intenta seducir sin demasiado éxito, convoca el interés por esas viejas cintas compactas que Hirayama escucha en su “estéreo”, y en particular por una canción de Patti Smith, “Redondo Beach”, que endulza de inmediato su oído (más tarde, alguien aún más joven le preguntará si cierto tema está disponible en Spotify, que el protagonista confunde con el nombre de una disquería). Es precisamente la falta de dinero del asistente la que deriva en una interrupción flagrante de la rutina, una visita a un local de compra y venta de vinilos y cassettes (“el nuevo vinilo”), donde ambos descubren que esos originales tienen un alto costo en el mercado.

Los domingos la rutina es otra, muy distinta. El alba ya ha ocurrido cuando Hirayama abre los ojos y a la limpieza general de la casa le sigue un paseo en bicicleta con paradas predeterminadas: el lavado de la ropa en un lavadero, la visita a la casa de fotografía donde revela el rollo de la semana en curso y obtiene las imágenes en papel de la anterior, el paso por una librería de viejos y la compra de un libro de segunda mano (siguiendo con la obsesión botánica, a Las palmeras salvajes de Faulkner le sigue la escritora Aya Koda y su volumen póstumo Árbol) y, finalmente, antes del final de la jornada de descanso, un poco de comida y alcohol en un diminuto bar regenteado por una mujer divorciada que, a pedido de la escasa clientela, canta con pulcra entonación la versión en japonés del clásico anónimo “The House of the Rising Sun”.

UN LUGAR EN EL MUNDO

Como si el lenguaje corporal del actor y el personaje se hubiera trasladado al propio proceso creativo de la película, Wenders destacó en la conferencia de prensa en Cannes que trabajar con Koji Yakusho “fue una experiencia única. Sólo podíamos hablar a través de un intérprete, pero entre él, el camarógrafo Franz Lustig y yo encontramos rápidamente un idioma corporal silencioso que nos permitió hacer los ajustes necesarios con apenas una ligera indicación. Fue realmente un sueño hecho realidad el poder trabajar con alguien que se entrega por completo al personaje, un actor tan abierto a filmar velozmente, como fue en este caso, muchas veces sin ensayos previos”. Infatigable, la filmografía de Yakusho desde su debut cinematográfico en 1979, en una fugaz aparición en el film de Hideo Gosha Cazador en la oscuridad, hasta la actualidad incluye un centenar de títulos en su país natal y alguna que otra participación en films occidentales (Babel, de Alejandro Gonzáles Iñárritu, y Memorias de una geisha, de Rob Marshall, por caso). En Japón trabajó bajo las órdenes de cineastas destacados como Shohei Imamura (La anguila y Agua tibia bajo un puente rojo), Masayuki Suo (¿Bailamos?), Shinji Aoyama (Eureka) y Juzo Itami (Tampopo), pero fue su colaboración con Kiyoshi Kurowasa a lo largo de ocho largometrajes la que marcó a fuego su carrera en la pantalla grande. El rostro apesadumbrado, torturado del actor es la máscara perfecta para los policiales y thrillers de Kurosawa, donde en más de una ocasión la crisis existencial de los personajes interpretados por Yakusho ingresan por la puerta grande hacia territorios fantásticos. El detective desgraciado de Cure, abocado a la resolución de una serie de horribles crímenes cuyos sospechosos son amnésicos, su par en la fuerza en Carisma, un hombre que abandona la civilización y parte en busca de un árbol que encierra en su interior fuerzas poderosas, o el investigador que está a punto de crear un cuerpo humano artificial cuando se topa con su doble perfecto en Doppelgänger son algunos de los personajes inolvidables que el intérprete entregó en sus colaboraciones con el cineasta. Una dupla comparable en términos de interacción y dotes a las de John Ford y John Wayne, Martin Scorsese y Robert De Niro o Werner Herzog y Klaus Kinski. Curiosamente, fue otro cineasta alemán el que recurrió a los talentos de Yakusho para encarnar a un opuesto perfecto de esas criaturas dominadas por la ansiedad y el vacío.

Hirayama termina su jornada laboral y, como casi todos los días, se higieniza en una casa de baño pública (no los baños que él limpia, sino un sento, con duchas y piletones de agua caliente), antes de comer en su restaurante favorito, uno de esos piringundines ubicados bajo tierra, justo antes de las puertas que dan ingreso a los trenes subterráneos. Pero esa noche le depara una sorpresa: al llegar a casa en bicicleta, una sobrina adolescente a quien no ve desde hace añares lo espera en la puerta. Ese es el punto de ignición que conduce a Días perfectos hacia su clímax narrativo minimalista, coronado por un encuentro familiar que acerca algunos indicios –conscientemente insuficientes, apenas una pista sin silueta real– de que Hirayama tiene un pasado muy diferente a su vida actual. ¿Quién era antes ese hombre que hoy se dedica con satisfacción plena a la limpieza de la suciedad ajena? ¿Existe algún trauma pretérito que lo llevó a vivir esa vida casi ermitaña o se trata simplemente de una elección de vida filosófica, cercana al ascetismo? Como fuere, y el film nunca abre la posibilidad de clausurar esas incógnitas, el héroe no se ha cerrado realmente al mundo. Allí están las señales indiscutibles de lo contrario: un juego de tatetí anónimo que hace feliz a dos seres que nunca se conocerán, el saludo de un sacerdote y el loco de la plaza (un linyera amante de los árboles, como él mismo), las miradas extrañadas de la chica que almuerza en el mismo banco todos los días, la confianza coqueta con la dueña del bar. En la aceptación de las variaciones presentes en la rutina, como en esas fotografías de las hojas de un mismo árbol que parecen idénticas pero nunca son las mismas, Hirayama acepta su lugar en el mundo y, de esa manera, se acepta a sí mismo.

En palabras de Wenders, entrevistado por el medio especializado Variety, “la repetición, si uno la vive como tal, te transforma en una víctima de ella. Pero si uno logra vivir el momento, como si nunca se lo hubiera hecho antes, se transforma en algo completamente diferente. Los oficios en Japón tienen una tradición distinta a las occidentales, que están desapareciendo rápida y dramáticamente. Se las vive de una forma distinta. Hirayama incluso se ha inventado algunas herramientas, como ese espejito montado en un palo largo que le sirve para inspeccionar la parte de abajo del inodoro. Nadie más podría ver si hay una gota allí, pero él sí. Hirayama ve cosas que otra gente no logra ver, como ese vagabundo sin techo que está siempre parado debajo del mismo árbol. Es dueño de una clase de visión que tal vez muchos de nosotros hemos perdido, que es la de ver realmente a todo el mundo, o al menos no ignorarlos. Su habilidad es simple: para él todo el mundo es igual. Para él no existen los seres anónimos, los don nadie. En mi opinión, él tampoco es un don nadie. Por esa razón es capaz de reconocer de manera precisa a todos los don nadie que están cerca suyo. Ese vagabundo es un ser humano importante ante sus ojos. Y como Hirayama lo ve, nosotros también lo vemos, y nos damos cuenta de cuán maravilloso es”. La belleza de Días perfectos es también simple y transparente, “como la vida misma”, pero no por eso Wenders cae en las trampas del sentimentalismo. Por el contrario, su fábula es espiritual precisamente por su cualidad física, tangible, materialista incluso. El antepenúltimo plano antes de la despedida, con el horizonte recortado sobre la autopista que nuevamente lo lleva a su hogar, se sostiene durante más de un minuto sobre el rostro de Yakusho/Hirayama, mientras el sol del atardecer lo ilumina de rojo y el pasacassette le permite escuchar la rendición de Nina Simone de “Feeling Good”. En esos segundos gloriosos, uno de los grandes cierres con primer plano en la historia del cine contemporáneo, las facciones del actor y el personaje pasan de la tristeza a la felicidad y, en ocasiones, ambas emociones coinciden en un mismo, fugaz instante. Es el komorebi de Hirayama, luces y sombras superponiéndose sin solución de continuidad en su existencia.

Wenders durante el rodaje de Dias perfectos (Foto: Keiko Tominaga)

COMO UN SUEÑO

Por Wim Wenders

Tokio era como un sueño, y mis propias fotografías de la ciudad me parecen hoy algo fantástico. Es como encontrar un trozo de papel en el que has anotado lo que soñaste mientras afuera amanecía: algo que se lee con total desconcierto, ninguna de las escenas que contiene te resultan familiares, como si fuera el sueño de alguien más. Así que ahora me parece increíble que durante mi primera caminata me encontré en un cementerio, con varios grupos de hombres sentados bajo los cerezos en flor, disfrutando de un picnic, riendo y bebiendo. La gente tomaba fotografías en todos lados y el graznido de los cuervos seguía resonando en mis oídos mucho tiempo después. No fue hasta que vi a un niño en el metro cuando me di cuenta de por qué las imágenes de Tokio que había tomado me parecían las percepciones de un sonámbulo. Mucho antes de viajar, tenía una imagen preconcebida muy fuerte de Tokio y de sus habitantes, más aún que de cualquier otro lugar en el mundo: era algo que provenía de las películas de Ozu. Ninguna otra ciudad o sus habitantes me parecían tan cercanos y familiares. Estaba intentando encontrar esa cercanía, era esa intimidad la que mis escenas de Tokio estaban buscando. En el niño del metro había reconocido a uno de los innumerables niños rebeldes de las películas de Ozu. O, mejor dicho, pensé que lo había hecho. Tal vez estaba buscando algo que ya no existía.

Hasta bien tarde esa noche, y luego todas las noches que le siguieron, me perdí a mí mismo en el estrépito ensordecedor de los salones de pachinko, donde es posible sentarse, solo entre la multitud, frente a una máquina, tus ojos siguiendo las bolas de metal abriéndose paso entre los clavos, usualmente para escaparse, y muy pocas y raras veces para encontrar su camino hacia una de las áreas ganadoras. El juego tiene un efecto algo hipnótico y ofrece una peculiar sensación de felicidad. Lo que se puede ganar es muy poco, excepto que el tiempo pasa y, por un rato, te sientes perdido en ti mismo, como si fueras uno solo con la máquina, capaz de olvidar lo que fuera que querías olvidar. El juego se hizo realmente popular luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando había un trauma nacional que los japoneses deseaban olvidar (…)

La gente está ahora tan acostumbrada a la enorme distancia entre el cine y la vida que cuando algo real o verdadero ocurre en la pantalla se hace necesario sentarse y contener el aliento, aunque sea el gesto de un niño en el fondo del cuadro, o un pájaro volando a través de la pantalla, o una nube echando su sombra momentáneamente sobre la imagen. En el cine de hoy es raro que esos momentos ocurran, que la gente y las cosas se muestren tal y como son. Eso es lo notable de las películas de Ozu, sus últimas películas en particular: contienen esos momentos de verdad. No: son grandes extensiones de verdad, desde la primera hasta la última escena; películas que eran en realidad y continuamente acerca de la vida, en las cuales la gente, las cosas, las ciudades y los paisajes se revelan a sí mismos. Semejante descripción de la realidad, semejante arte, ya no existe en el cine. Se ha terminado. De regreso en Tokio, los salones de pachinko han cerrado (…)

Más tarde en la noche, en Shinjuku, una parte de Tokio poblada de punta a punta de bares. En los films de Ozu hay muchas calles como esa, donde los padres solitarios y abandonados se emborrachan. Posicioné mi cámara y filmé como solía hacerlo; y luego lo hice de nuevo: la misma calle, desde el mismo lugar, pero usando una lente diferente, de 50mm, la que usó Ozu a lo largo de toda su carrera. El resultado fue una escena completamente diferente, una que ya no me pertenecía (…) Las imágenes que buscaba existen solamente aquí en la tierra, en la ciudad tumultuosa. A pesar de todo, no pude evitar sentirme muy impresionado por Tokio.

Fragmento del diario de rodaje de la película Tokio-Ga (1985) .

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